6. La siega del Espejo
- 1.Acción o actividad de segar la hierba o el cereal maduro."toda la familia se había levantado al alba, ese día comenzaba la siega del trigo"
- 2.Época del año en que se siega el cereal maduro para recolectarlo."llovió varios días durante la siega"
Lo copio y lo pego derecho de Google porque ya le mostré el título a algunas personas y flashean que no sé que 'ciega' de 'no vidente' se escribe con C.
Aclaraciones aparte, hay momentos de cornisa. Cuando llegás a tu propio límite después de una caída degradante y lenta es necesario reconocerlo, y qué mejor manera de reconocerte mirándote al espejo. Este relato lo escribí en el, hasta ahora, peor momento de mi vida prematura, pero creo que puede aplicarse a cualquier borde que una persona encare. Cuando te mirás al espejo no es difícil reconocerse, pero menos complicado es desconocerse.
La siega
del Espejo
Entré
roto al baño. Tenía un dolor fuerte en la boca del estómago y la migraña me
había vuelto a atacar. Ya me habían parado un poco las náuseas, pero por las
dudas quería estar cerca del inodoro. Prendí la luz y ni vi el espejo, me
distraje con el ruido de la cloaca, que sonaba distinto. El sonido natural del
agua vertiéndose en la caja del inodoro era parecido al de la fuente de un
vivero, pero ahora sonaba más violento. Además, la intensidad del ruido se
entrecortaba por un sonido forzado. Era el arranque inútil de un auto sin
nafta. Supuse que había alguna especie de problema con el desagüe pero no me
preocupó, a fin de cuentas, nunca soy yo el que se encarga de esas tareas.
Me
dispuse a mear pero antes debía prenderme un cigarro. Palpé mis bolsillos y
saqué los RedPonit y dos
encendedores, uno amarillo y uno rojo. Con el pucho en la boca, apretaba con el
pulgar de una mano el botón para liberar la gasolina del rojo, cuya rueda no
funcionaba, y con el amarillo, que no tenía gas, hacía chispa para encender la
llama con la derecha. Tanto apretar el botón como girar la rueda me lastimaban
la yema de los pulgares; hacía frío y la migraña me seguía haciendo fruncir el
seño. Intenté en vano cinco chasquidos, y en el sexto recién prendió una llama
muy débil, a la que acerqué mi cigarrillo como un anciano senil se acerca a una
cuchara con puré. El humo inhalado me atravesó la garganta, seca como un
desierto y resquebrajada, inflé mis pulmones y comencé a mear. El sonido del
agua no ayudaba en nada a mi dolor de cabeza, y el cigarro tampoco lo hacía con
mi vacío estomacal, pero había llegado al momento del año en el que ya no me importaba
demasiado mi cuerpo. Ni mi salud. Ni mi aspecto.
Guardé
los encendedores en mi bolsillo y me acerqué al lavamanos, mirando mis
pulgares. El izquierdo tenía una marca roja en forma de U, y el derecho estaba
rasgado, con algunas virutas de metal en la yema. Abrí la canilla de agua
caliente y el sonido se volvió más intenso. Al ruido descompuesto del inodoro
se le sumó un gorgoteo espasmódico, que se intercalaba con los breves e
impetuosos chorros de agua. Formé un cuenco con mis palmas y las puse abajo de
la canilla. Ante el primer contacto con el agua no me di cuenta, creí que era
sólo agua fría, pero al segundo empecé a notar lo helada que estaba. Quise
retirar mis manos y, efectivamente, lo hice, sólo que no podía despegarlas una
de otra. Mi nerviosismo se disparó rapidísimo, y vino con palpitaciones en la
frente y en el cuello. Intentaba con fervor despegar mis manos, pero era
imposible. Se había formado una membrana de piel entre los dos proximales de
las manos, estaban directamente congeladas.
Me
volteé e intenté abrir la puerta con mis manos, o mi mano, pero estaba cerrada.
Me llamó la atención; nadie pudo haberla cerrado del lado de afuera, porque era
una puerta sin cerradura. Empecé a barajar las posibilidades en mi cabeza pero
no se me ocurría nada. Pensé que quizás alguien, por algún motivo, la había
trabado con una silla o algún palo de madera para que no pudiera salir, pero no
le encontraba ningún sentido. Me di vuelta y empecé a ver el panorama del baño,
envuelto en un ruido inquietante de cascadas y motores hidráulicos: a la
izquierda el inodoro y el bidet, a la derecha la ducha y bañadera, de frente la
pileta, y arriba… bajé la vista. «¿Qué día es hoy? ¿Ya es treinta y uno?» pensé
con los ojos cerrados.
—Treinta,
Nico —lo escuché decirme.
Por
el susto inhalé de golpe el humo de mi cigarrillo, que seguía en mi boca, y
empecé a toser —Entonces falta un día… —le contesté como pude y asustado, sin
abrir los ojos.
—Septiembre
tiene treinta días, tarado —dijo y entró a reír.
Empecé
a temblar, de frío y miedo. Lo único que me daba un poco de calor era el
cigarrillo que me calentaba la nariz y la boca, el resto estaba helado.
—Mientras
más rápido me mires, más rápido se termina esto. Ya sabés cómo funciona… —dijo
él, en una mezcla de cordialidad y cinismo.
Yo
tenía mucho miedo, y me concentraba en dejar de temblar, pero me era imposible.
Cerraba los ojos con fuerza, como si mi vida dependiera de eso.
—No
seas cagón, Nicolás. Hacete hombre, carajo —dijo con una firmeza que envidié. No
me tocó el orgullo, pero estaba bien asustado y no tenía ganas de disimular,
así que me rendí. Abrí los ojos y, sin dejar de temblar, me miré en el espejo.
Mi pelo largo me tapaba bastante los ojos, pero podía ver las ojeras negras que
contrastaban con mi jeta pálida. Mis labios se veían apenas; estaban en medio
de un matorral rubio de barba que me hacía parecer un ciruja. El buzo gris, que
tenía mucha caída, marcaba los huesos de mis hombros y me hacía ver endeble. Las
mangas sucias y abajo mis manos, que todavía estaban pegadas una a la otra y temblaban.
Temblaba mucho. Volví a ver mi mirada y expresaba cómo me sentía: asustado,
triste y enfermo. Hecho mierda.
Permanecí
así un rato, mirando mi gesto de resignación en el reflejo, cuando de repente
él me sonrió. Su sonrisa fue un flechazo de terror que me traspasó el pecho, y
en ese instante el sonido del agua se hizo más fuerte.
No
me dijo nada más, simplemente me sonrió por unos segundos, y luego llegó a
estirar su brazo y me agarró del buzo en un movimiento breve, para después
llevarme hacia él y romper el espejo en mil pedazos con mi cabeza. Sin soltarme
(y yo sin defenderme) subió a la pileta y me golpeó una piña en la trompa,
dejándome caer contra la puerta. Sentí cómo el calor de la sangre se escurría
desde mi nariz hacia mi bigote. Me sacó un poco el frío, pero sentía muchísimo
el dolor de mi estómago, que ahora estaba pateando mi doble en frenesí. Él
seguía sonriendo, el cigarro se siguió fumando sólo pero en mis manos siamesas,
y el ruido del agua no paró de intensificarse. Me sentía envuelto en un
remolino repleto de piedras y de reflejos que me lastimaban el cuerpo, que ya
tenía caduco. De nada servía moverme, porque ahora él me había agarrado de los
pelos y con la otra mano me fajaba la boca sin parar. Pude escuchar, entre
tanto caos, el ruido de mis dientes rompiéndose, y el sabor agrio de la sangre
en mi lengua.
Cuando
ya me había dado bastante, resopló cansado y agitado. Yo lo miraba desde el
piso y vi que era mucho más fuerte que yo, y su mirada tenía ahora mucha más
vida que la mía. Me miró sonriente y volvió a agarrarme de la cabellera. Yo
cerré los ojos esperando otra trompada pero no, me levantó con la fuerza de un
superhéroe y me puso de frente con los vidrios rotos del espejo.
—Mirate
—me dijo.
Si
antes estaba hecho mierda ahora ya no era una persona. Mis cejas y mi nariz se
habían inflamado muy rápido, así que me miraba con un ojo, nada más. La nariz
la tenía hinchada, con el tabique desviado para la izquierda, y tanto mi barba
como mi buzo estaban bordó.
—Sonreí,
boludo. Mirá, como sonrío yo —y sonrió frente al pedazo de espejo más grande.
Con
una fuerza insoportable, esbocé una sonrisa que solamente me dejó ver la
negrura de mis dientes partidos o ausentes, empapados de sangre brillante y
viscosa.
—Estás
igual al del año pasado ¿no? —él me seguía sosteniendo de los pelos, y yo no
sabía qué seguía. Pero era lo peor. Me arrastró hasta el inodoro y subió la
tapa. Me sentó en él y, naturalmente, me caí de culo adentro con las piernas
hacia afuera y mis manos adherentes sobre la panza.
—Esto
te va a doler —dijo, casi susurrando, sin dejar de sonreír La frase me sonó a
matón de una película de mafia. Acto seguido, arrancó a contorsionar mi pierna
zurda. Estaba haciendo una especie de palanca para la izquierda, que la hacía
girar sobre mi rodilla. El dolor fue infinito y no me quedó más que gritar, me
estaba desgarrando el músculo y me llevó los huesos al límite. Mientras lo
hacía, tenía la caja del inodoro al lado de la oreja, y rugía como nunca. Me
pareció sentir una especie de deseo por parte del ruido del agua. Era como si
estuviese emocionado por tragarme. Entre gritos y remolinos, alcancé a escuchar
el ¡crack! de mi rodilla, y el
sufrimiento se transformó en una agudeza que me nubló la vista. Me ví
desorientado, mientras el tipo acomodaba mi pierna quebrada conmigo, adentro
del inodoro. Con la segunda pierna hizo lo propio, pero para el otro lado. Por
raro que parezca, si bien el dolor fue vehemente no alcanzó el punto al que
llegó la primera pierna. Estaba pensando esto mismo, cuando de repente: ¡crack! Mi pierna derecha pegó la vuelta
completa y la acomodó también adentro del inodoro de cerámica.
El
dolor se fue apagando poco a poco, y la sordera se fue llevando el ruido
insoportable y goloso de las cloacas. Pude ver cómo él se sacaba la ropa y se
metía a la ducha, y el chorro empezaba a humear vapor y a humedecer los
azulejos. El frío también se fue yendo, un poco por el vapor y otro poco por el
agüita del inodoro, que estaba tibia. Las manos seguían unidas, y eso fue lo
último que llegué a ver, antes de que me desmaye.
Abrí
los ojos y no sabía cuánto tiempo había pasado, pero adiviné que había sido
bastante. Él estaba parado, enfrente del espejo que apareció en perfecto
estado, como si nadie lo hubiese roto. Se había cortado el pelo y le había
quedado prolijo. El color de la piel había tomado un tono más presentable, y
estaba terminando de afeitarse el cuello. Era igual al yo de un año atrás.
En
unos segundos el ruido del agua me empezó a aturdir de vuelta. No era solamente
la caja del inodoro, sino que todas las paredes bramaban furiosas.
Se
dio cuenta de que me desperté y me sonrió.
—¿Cómo
andás, feo?
—Como
el or… —traté de hablar pero mi garganta estaba destrozada, y si decía una
palabra me salía humo por la boca. Empecé a toser con dolor.
Él
se llevó un cigarrillo a la boca y se palpó los bolsillos. De uno sacó un
encendedor rojo y del otro, uno amarillo. Intentó con ambos, pero ninguno arrancaba.
Yo
entré a reír y él me miró con calentura. Ya no me importaba nada.
—Mirá
cómo te reís, asco. No funcan estas porongas —dijo, y me puso los dos
encendedores en el cuenco de mis manos, encima del filtro apagado de mi cigarro.
Miré
los encendedores y empecé a reír como loco, haciéndome mierda la garganta y
viendo cómo el humo llegaba de mi boca al techo.
Él
me miraba con repulsión —Nos vemos, sorete —y apretó el botón.
Cerré
mi única mano como pude, y sostuve mis encendedores y mi cigarro terminado con
fuerza, mientras daba vueltas en el inodoro y sentía cómo las tuberías me
succionaban hacia su estómago.
Me
reí una vez más, la última al fin. Una vez en el desagüe, me iba a desangrar
tranquilo.
Terrible.
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