7. Viento

 Tengo una relación rara con la Capital Federal. Me encanta por muchos motivos y por otros me da mucho asco. Mi paso por ahí es intermitente, pero si hago un balance de las razones por las cuales me tomo un tren y un subte para ir al Microcentro, es mitad por obligación mitad por placer. En este relato muestro la razón principal que me enamora: la cantidad de ventanas que tienen los edificios, cada una con una historia distinta. Todos los autos, las voces y los gritos de los subsuelos. A veces está bueno andar sin auriculares, y escuchar qué tiene la gente para decirnos.


Viento


Sentí el mismo frío que ella y me endurecí. Miré al vacío. Sonó el disparo. Sentí el viento. Escuché el tren. Sentí el vacío.

Me la robaron.

Me la soplaron.

Desperté.

Una tarde asomé el pie dentro del vagón. Estiré la pata y entró hasta la rodilla, creo. Tambaleé un poco y volví a mi lugar. La puerta se cerró y el maquinista arrancó, así que me tapé las orejas cerrando fuerte los ojos y, cuando los abrí, ya no estaba. Miré a la izquierda y le vi la cola, parecía que volaba hacia adelante, y pensé que iba a volar yo cuando me pegó el viento de atrás. Siempre de atrás.

Agarrándome los brazos desnudos y cerrando los dedos de los pies me volví al banquito en el que había estado sentado esperando. Estuve unos cuantos minutos hamacando mis pies, que ni tocaban el piso, mientras barajaba unas estampitas de San no sé qué.

Un hombre empezó a tocar el bandoneón en la otra punta del andén. La música me gustaba y me hacía mover los hombros de manera un poco brusca y exagerada, igual que los cortes de cada oración de la canción. Taaaa-tan. Taaaa-tan. Taaaa-tan. Así subía un hombro, dejándolo suspendido medio segundo y cambiaba de repente al otro, acompañándolo con el movimiento de mi cabeza.

Sin dejar de repetir el movimiento, me acerqué al hombre y me detuve a un metro de él. Mientras tocaba me miró con los ojos entrecerrados y sonrió. Sus dientes no eran tan blancos, pero estaban todos derechos y, salvo un hueco que se arrimaba por una comisura, los tenía todos. Los dedos se le movían con violencia, igual que mi cuello pero con la gran diferencia de que yo tenía seis años, y él rozaba tranquilamente los setenta.

Paró de sonreírme para cerrar los ojos y tocar con más euforia. Arqueó las cejas y yo lo imité. El tango se metió por mis oídos y me inundó los huesos. Así que empecé a dar pasos fuertes, moviéndome delante de él con ancadas largas y firmes. Sin que me dé cuenta, más de diez personas nos estaban mirando a ambos. Cerré los ojos y seguí haciendo estos movimientos que sólo pude haber sacado del alma, porque nada tenía que ver con la danza real. Así pasó una canción entera y, cuando abrí los ojos otra vez, el hombre del bandoneón me mostró sonriente una gorra con varios billetes adentro. Con una mano tenía bien agarradas las estampitas, que estaban mojadas por el sudor, y con la otra tomé la gorra azul. «Es tuya, nene», me dijo y, entre aplausos, salí a la superficie.

Subí los escalones y la llovizna me cortaba la cara, pero qué feliz estaba. Dejé las estampitas acomodadas en un zaguán y entré a la primera disquería que encontré. Abrí la gorra azul y me acerqué al mostrador. «Uno de tango, por favor» pedí. El pulcro vendedor se levantó de su silla y se inclinó levemente sobre el mueble de vidrio para mirarme primero a mí, y después a la gorrita con los pocos billetes que tenía dentro. Después de unos segundos de pensarlo, soltó una pequeña carcajada y tomó los billetes. Uno por uno los contó, eran 10 billetes de dos pesos y los guardó delicadamente en la caja registradora. Me dio un disco del Polaco Goyeneche y preguntó si tenía dónde escucharlo. Por la ropa que tenía puesta y lo sucias que estaban mis manos, un tocadiscos no encajaba mucho con mi perfil. Me dejó ir todos los días a su disquería y sentarme a escuchar lo que quisiera.

Toda esa semana la pasé ahí adentro, desde que abría la persiana hasta que la cerraba. Dormía en mi casa, y comía de lo que me daban afuera, pero el señor me dejaba quedarme siempre que el local estuviese abierto.

Así, el domingo siguiente y con la gorra puesta, volví a bajar al subte y lo sentí otra vez, el viento frío y ruidoso. Escuché que venía y cerré los ojos. Eran mil gritos juntos traídos por el viento que no para, por más que quieras. Escuché a mi mamá después de mucho tiempo pero no abrí los ojos hasta que el ruido se fue por completo. Antes de abrirlos apreté los párpados más fuerte, porque el último viento me hizo retroceder un pasito, como siempre.

Abrí los ojos al fin y ahí estaba el viejo del bandoneón, así que me acerqué. Me saludó como a un amigo de toda la vida y le comenté de la disquería. Nos pusimos de acuerdo y esa mañana hicimos diez temas de Goyeneche; él en el bandoneón y yo cantando mientras bailaba de esa forma tan sentida. Aprendí a llenar la gorra haciendo algo que no sólo me sacaba el frío, sino que me hervía la sangre. Cada paso y cada palabra cantada me hacían sentir un calor burbujeante en las venas, un calor que me tapaba del viento del túnel; un bandoneón que me protegía del ruido insoportable; y la sonrisa opaca del viejo, que me daba valentía ante el brillante metal del coche.

Así pasó un año y pico lleno de domingos. Yo bajaba y sabía que iba a estar sentado en el andén, sin falta. Él no se quedaba con la plata. Me la daba y así como subía me compraba algo. El primer año que fui feliz después de estar tan triste, y el último antes de estar tan vacío. Después de ese año y pico sin viento, el viejo no volvió más.

El viento volvió. El túnel se transformó en el cañón de una pistola. El subte era una bala. Sonó el disparo. Después el grito.

Me la soplaron.

Desperté y me morí de frío.

Pasaron unas cuantas semanas hasta que decidí volver a cantar, ahora sin bandoneón. Paradito en el andén cantaba solo. Algunos, entre medio de los temas, me preguntaban por el viejo, «¿Dónde está tu abuelo?», decían. En esa gorra, les quería contestar. El viejo estaba en la gorrita, disfrazado de Mitre con tinta azul en cada uno de los billetes de dos pesos, que estaban arrugados y amontonados uno encima del otro.

Y así como no escucharon más el bandoneón, decidieron no escucharme más a mí. La gente ya no paraba para verme. Ya no me aplaudía y, lo más importante, no me llenaban la gorra. Quizás Goyeneche no hubiese sido quien fue sin Troilo y, yo no sería nadie sin el viejo.

El día que me di cuenta de esto, la gorra estaba vacía y el subte pasó. La sostuve con un pie, la solté cuando se fue, y el viento del final se la llevó. El túnel se la tragó con el aire, que la agarró de atrás mientras la gorra gritaba con voz de mujer y lloraba como un bandoneón. Siempre de atrás, siempre al final, cuando pienso que ya pasó.

Esa noche me dormí y fui otra vez con mi mamá. Corríamos para adelante y bajábamos la cabeza contra el viento, de la mano, riendo, jugando. Reíamos aunque hiciera frío, pero era de noche, y cuando uno es chiquito a la noche vienen los monstruos. Así fue. El monstruo le puso la pistola en la frente y mi mamá gritó que no tenía nada. Le gritó la verdad. El monstruo tenía más frío que yo y temblaba, pude ver que apretaba el gatillo pero el disparo no salía, tres veces lo apretó. Tambaleó y casi cayéndose se alejó, así que aprovechó mi mamá para agarrarme del brazo y empezar a correr hacia la pizzería de enfrente. Miré un segundo para atrás y al monstruo le salió el tiro del final, el viento del final, el mismo que me robó la gorra y el que seguramente se llevó al viejo. Ella rodó por las escaleras del subte y cayó gritando. El monstruo corrió y yo me quedé ahí parado, con los ojos bien abiertos y las orejas paradas, mirando abajo, cagándome de frío y aturdido por los gritos de mi mamá.

Empecé a temblar, pero no de frío: el subte me estaba pasando por abajo y movió la rejilla en la que estaba parado.

El viejo dejó el bandoneón en el piso. El viento sopló más fuerte que nunca. Se vuelan los billetes. Se roba la gorra.

El viejo salta.

El viejo vuela.

Desperté.

Recuerdo todo estoy hoy, que tengo veintidós y estoy por entrar al subte. No para vender estampitas, ahora vendo auriculares y cargadores portátiles. Entro al subte y escucho un bandoneón en el andén de enfrente, el que va a Retiro. Veo por la ventana que, casi en la otra punta, hay un tipo con traje tocando el bandoneón. Me acerqué a la ventana y, mientras el subte arrancaba, la música transformó al hombre en el viejo, que tocaba con la gorrita en el piso y tenía un montón de billetes de dos pesos brillando adentro. Es 2019 y los billetes de dos pesos ya no corren, pero esos de ahí valen más que toda la plata del mundo. Valen como los sueños, como el porvenir de ayer. Suena una canción de Goyeneche y mi mamá baila al lado, exagerada y pasional como yo, mientras el pelo le flamea por el viento amigo. El viento me pega en la cara y no me doy cuenta de que estoy sonriendo, igual que el viejo y mi mamá. El subte arranca y los tres, él, ella y la gorra, vuelan al lado. Dejo la mercadería en el piso y, con todas las ventanas abiertas, empiezo: Lastima bandoneón, mi corazón…


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