5. Cardiotorácica

 Seguramente es el único relato que escribí basado cien por ciento en hechos reales. Nada de lo que sucede en la historia es inventado. Ni las imágenes, ni los sonidos, ni tampoco falseé los tiempos para hacerla más dinámica. Mi primer y, espero, único infarto sucedió tal cual se lee en esta página, y duró lo que dura leerlo.


Cardiotorácica


Estaba en la parte de los probadores, ordenando remeras por talle cuando Sofía se asomó detrás del mostrador. Estaba bastante más atrás, así que pude verla casi por completo, de las rodillas para arriba. En menos de un segundo la miré ordenadamente. El contorno delicado de su figura. Calculé el radio de su cintura con la vista, no recuerdo el resultado pero me encantó. Las puntas del pelo me anticiparon que era morocha, de cabello tan negro como el uniforme que llevaba puesto. Su piel tostada contrastaba con sus dientes blancos. El labial rojo combinaba con los lazos que ataban sus dos colitas. Perfecta.

Después del segundo de análisis, cruzamos mirada y ahí fue cuando se me paró el corazón. En realidad, era como si mi corazón hubiese parado todo, porque todo se enmudeció alrededor y los clientes dejaron de moverse. El teléfono dejó de sonar, las cajas dejaron de facturar. Lo único que sentí fue que mi corazón estaba andando mal. Latía descolocado. Mi patología cardíaca de nacimiento siempre me mantuvo alerta, pero ahora esta chica me había mirado a los ojos, ¿en qué pretenden que piense?

Con todo quieto me agarré del pecho y me arrugué la remera de uniforme. Lo bueno de que todo se frene fue que ella se quedó estática, preciosa, mirándome. Pero no pasaron ni cinco segundos y arqueó las cejas. Se preocupó mucho por mi cara de dolor.

—¿Te pasa algo? —me preguntó desde lejos. Cuando la escuché entendí la “voz de gorrión” de la que hablaba Spinetta.

Tragué saliva —No, nada. Me agarró una puntadita nomás —y me empezó a doler más fuerte.

Inclinó la cabeza, haciéndose la confundida —¿Estás seguro?

Me apreté más fuerte el pecho, porque me seguía creciendo el dolor, pero me apoyé en la mesita de los probadores para hacerme el canchero. Esbocé una sonrisa que, seguro, me salió forzada y le tiré un guiño —Estoy lo más bien. ¿Vos cómo estás?

Me di cuenta de que había transpirado mucho. La espalda y los chivos los tenía empapados, y sentía que, la parte de la remera que me estaba agarrando, se empezaba a deshacer de a poco. Era como cuando se me rompía un examen por el sudor de las manos. No tenía manera de disimular.

—Te está latiendo muy fuerte el corazón —me dijo y me empezó a doler todavía más, tanto que dejé la pose de langa y me arqueé sobre mi estómago.

Desde esa posición le pregunté cómo se había dado cuenta. No hacía falta hablar muy fuerte porque, como estaban todos quietos alrededor y nadie hablaba, se escuchaban hasta los susurros.

—Porque se escucha en todo el local —me contestó. 

Qué corazón pelotudo, por favor. Con razón le dicen bobo. Me trato de hacer el lindo con semejante chica y me manda al frente. De todas maneras razoné, y convine en que sí; si se escuchan hasta los susurros, mirá si no se me va a escuchar el corazón, que latía ahora más fuerte que antes y se sentía como si un murguero lo estuviera usando de bombo.

Yo, que ya estaba empapado y con las rodillas en el piso, me saqué la remera y me empecé a secar la frente, que me goteaba los ojos. Mientras tanto el latido seguía sonando; ya me aturdía.

—Si querés te puedo ayudar. Te veo re mal. Se nota que cuando me viste los ojos te agarró algo importante —por primera vez me sacó la vista de los ojos. Me miró más abajo y siguió hablando —A ver, sacate las manos del pecho.

Como perro bueno las saqué y me miré. Qué impresión que me dio. El corazón se me sobresalía del pecho como un feto cuando patea. No solamente eso, sino que la magnitud enorme del corazón me sorprendió. Era del tamaño de mi mano con los dedos abiertos, y crecía un poquito más cada latido —¿Qué me está pasando? —le pregunté, víctima del horror y la desesperación. Ya no me importaba la facha.

—Dejame que vea bien y te digo —me dijo con tranquilidad y, después de saltar por encima del mostrador, comenzó a desnudarse.

Con cada prenda que se sacaba se hacía más y más pequeña. Me fascinó. Cuando se quitó lo primero, la remera, me costó darme cuenta, porque la transformación era tan proporcional que había que prestarle mucha atención para percibirla. Pero para cuando se sacaba los moños del pelo, era ya más o menos del tamaño de un bombón de chocolate.

—A ver eso —dijo acercándose a mí al trote.

Si bien su tamaño era diminuto, la voz no había bajado el calibre (que era fuerte, para competir con el ruido del bobo que no cesaba).

Llegó a pararse frente mío y trepó con dificultad por mi pierna. Como estaba arrodillado, dejé de erguirme sobre mi estómago y me eché hacia atrás, apoyando mi cabeza contra la pared. La mujercita casi se cae cuando se resbaló en el elástico de mi pantalón, pero se las arregló y con pequeños gemidos alcanzó mi ombligo. Ahí, se sentó un segundo a descansar.

—¿Cómo vas? —me preguntó jadeante.

—Bien. Estoy bien —le mentí — ¿Por qué te sacaste la ropa? —el dolor ya era insoportable y cerré los ojos. Dejé de mirarla, pero porque podía sentir sus piecitos descalzos. Además, no sabía si iba a tomarse bien que la viera desnuda.

Mientras se levantaba y comenzaba a caminar con dificultad por mi torso inclinado, me respondió —Para no mancharme ¿Te podrás acostar en el piso?

Asentí con dificultad y me resbalé por la pared hasta terminar reposado en el cemento alisado que, por algún motivo, estaba tibio.

Así, caminó observando la cúpula que sobresalía de mi pecho, que estaba desgarrando mi piel y creciendo cada vez más.

—Te tengo que abrir para que no explote. Tratá de quedarte tranquilo, vas a sentir un pinchazo —pronunció antes de meter sus dos brazos en la protuberancia, que era ya del tamaño de una pelota número tres.

Cuando extendió los brazos y abrió un tajo en mi corazón, sentí el alivio más grande de mi vida. Un soplido brusco y largo desinfló mi pecho y sentí cómo ella retrocedió un par de pasitos por el viento, sin soltar el corte. Cuando el viento cesó, se paró en la parte inferior de la incisión, y lentamente se introdujo dentro, dejando que se cierre la cortadura detrás de ella.

El dolor fue cesando progresivamente, dejando que me incorpore sobre mis piernas. Ya parado, miré mi pecho, que había vuelto a su tamaño normal y ni siquiera tenía cicatriz. Había hecho un trabajo espectacular.

No sé con qué se habrá encontrado ahí adentro. En realidad, me daba mucha vergüenza que entre. Pero llegué a escuchar su voz, como un susurro. Su vocecita dijo desde mi pecho «Ponete la remera. Está bueno acá, me voy a quedar un rato.» Así que me puse la remera y volví a mirar hacia el mostrador.

Luego del cruce de miradas, Sofía me sonrió y volvió a trabajar. Me di cuenta de que tenía que hacer lo mismo, porque el encargado andaba cerca y me iba a poner una sanción.


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