8. Me dan miedo los chinos
Abro el paraguas en calidad de fe de erratas. Nunca escribí algo tan ofensivo en mi vida, no soy tan atrevido. Es un texto de mierda, que escribí hace no mucho pero que no quiero descartar porque explico muchas cosas que viví durante mi adolescencia, y pretendo hacerme cargo.
No me siento (tan) representado con este texto.
Me dan
miedo los chinos
Cuando
somos chicos, el único sentimiento que sabemos diferenciar es el miedo.
Mientras todo el resto se balancea entre la diversión y el aburrimiento, el
terror se roba nuestra atención en una vorágine que encontramos interminable.
El estrés y la tristeza, si bien existen, son displicentes durante la niñez, y
nos cuesta identificarlos en nosotros mismos. Con el diario del lunes se puede
hacer un esfuerzo y simular recordar angustias y vacíos, así como también momentos
de felicidad memorables, placeres infinitos. Sin embargo, éstos son simplemente
un recuerdo que nos genera la ausencia. En nuestra adolescencia, entre
estallidos y rebeliones, comenzamos a notar la falta de varias sensaciones
propias de un infante, y es recién ahí cuando nos enteramos de que el término adolecer está directamente vinculado al
sufrimiento, a la enfermedad, a la falta.
El
miedo, en cambio, puede derivar en una fobia crónica que nos acompaña desde el
trauma (que en mi caso particular sucedió un mediodía de 2004) hasta el último
de nuestros días. Pero son el resto de horrores superfluos los que extraño con
melancolía.
Empezamos
a recordar con cariño, mientras bostezamos y vemos El Conjuro sin sobresaltos ni insomnios potenciales, los cuentos
que nos erizaban la piel tersa de nuestra puericia. Yo me acuerdo, como
cualquier persona de mi generación, de cruzarme desafortunadamente la imagen
del payaso Pennywise en el videoclub, mientras buscaba los títulos
condicionados. Pienso, ya sin darle pelota a la película, en las noches en vela
que pasé tapado hasta la frente, mirando a través de un mínimo pliegue de la
frazada, la cabeza pálida y pelada de un payaso que me acechaba sonriente desde
la ventana hasta quedarme dormido. Recuerdo con amor y nostalgia el pánico mudo
de mi infancia, y la ilusión infinita que el escepticismo me arrancó a mis fatídicos
trece años.
Cuando
terminamos la primaria y arrancamos el secundario, no son los granos en los
hombros los que nos avisan que la niñez se terminó. Tampoco es la desaparición
de las señoritas y la llegada de los profes, ni el estirón innecesario que
pegan nuestras compañeras. Empezando el secundario, nuestras mamás nos dejan de
llevar y traer del colegio, y comienzan las primeras andanzas callejeras con
nuestros amigos. Aparece la posibilidad de hacer lo que socarronamente nos
presumían nuestros hermanos mayores: la adrenalina de las rateadas, la lujuria
en las juntadas mixtas, el gusto tan asqueroso y clandestino de nuestros
primeros cigarrillos, las disputas contra el colegio de enfrente y los licores
de chocolate.
Durante
esas tardes sin celular —por suerte no tuve celular hasta más grande— nuestras
madres se llamaban entre sí, para tratar de averiguar nuestro paradero
incógnito. Incógnito hasta para nosotros, que empezábamos a conocer barrios
inhóspitos en busca de nuevas aventuras. A la noche nos esperaban en casa,
preparadas con los sermones que ensayaron durante su maternidad inicial y que
practicaron con nuestros hermanos. Nuestros hermanos mayores también nos
esperaban, pero no para darnos un sermón, sino indicaciones del próximo destino
al que avanzar nuestra pubertad.
A
la lenta disolución de las alegrías infantiles, se le superponían las cervezas
y los besos con lengua. Aun con nuestra nueva vida, no teníamos la madurez
suficiente como para notar la falta de ingenuidad y pureza angelical de nuestra
felicidad primera. Aquélla, fue suplantada inconscientemente por una nueva
ilusión, más terrenal y que consideramos más real.
Fue
en uno de mis retornos a casa, luego de una tarde de deshora, que me crucé con
este agnosticismo carterista. Volvía a mi casa una noche, con la panza vacía y
guiado por el olor a milanesa que venía de mi cocina, cuando me crucé con los
monstruos de verdad. Eran dos monstruos horribles, que no aparecían en
Hollywood ni en los libros de Stephen King, y me sacaron las zapatillas. Mi
terror, hasta ese día, fantaseaba con la aparición de la llorona en los pies de
mi cama, con la visita de Freddy en mis pesadillas o con la resurrección de
algún espíritu en mis juguetes. Pero el portazo de la imaginación me dejó
encerrado en esta habitación, repleta de zombis deformes que me piden monedas,
mutantes presurosos que se transportan en motocicletas y ancianas momificadas
que me espían desde los jardines. Hubiese preferido ser devorado vivo por un
payaso en un desagüe, antes que haber perdido mis zapatillas aquel día.
En
mis cortos veintiún años me asaltaron ya siete veces, en siete calles
completamente lejanas entre sí, pero intentaron hacerlo en una decena de
ocasiones. Podrán considerarme cobarde, pero mi técnica es la de quedarme
absolutamente quieto en el momento del enfrentamiento. Nunca corrí ni me
planté. No muevo un pelo. Tanto es así, que en tres asaltos, al ver que
contestaba con mi pose de estatua a sus gritos e imposiciones, decidieron
escapar rápidamente en sus Gilera con las manos vacías.
Quizás
es por mi irremediable adicción a caminar por cualquier lugar sin importar la
posición del sol, o por una especie de estupidez crónica que no me permite
percibir el peligro como al resto de las personas. Mi familia y amigos afirman
que me merezco esta condena, que soy un descuidado. Y es que, en los últimos
años —es decir, mi adolescencia adulta— le fui perdiendo el miedo también a
estos seres verdaderos. Puede que por costumbre o por simple maduración lógica,
con los años dejé de temblar luego de cada enfrentamiento en el que tensaba
todos mis músculos para permanecer inmóvil, y comencé a caminar con normalidad
cada vez que el ruido del motor se alejaba de mí. Y es que existe uno mucho
peor, más peligroso y que prima en mi lista de terrores desde que tengo uso de
consciencia. Mi fobia crónica. Es algo que muchos ignoran y que,
particularmente, yo solo señalo con frecuencia: Los chinos me dan más
escalofríos que nada en el mundo real y ficticio. Esta manía me acompaña desde
mis primeros encuentros con el miedo, y siempre estuvo en la punta de la tabla.
Tendría
cinco años cuando estaba de la mano con mi mamá, comprando en un supermercado a
dos cuadras de mi casa y, luego de una discusión intensa entre el chino que
atendía la caja y otro tipo, el chino le pegó una piña rara en el cuello que me
paralizó la respiración. No fue una piña, fue un corte a su garganta, hecho con
el proximal de la mano derecha. Fue tan veloz que en menos de un segundo el
otro tipo ya estaba en el piso, hoy creo que inconsciente, pero mis ojos de cinco
años lo vieron muerto. Recuerdo bien la posición de la mano, porque la dejó
suspendida en el aire durante varios segundos luego del ataque. Tenía la muñeca
doblada, con la palma hacia arriba, a la altura de la cabeza. Los dedos
cerrados pero entumecidos sobre sus falanges, para dejar el proximal
descubierto. Yo, que vi la escena a sólo dos metros de distancia, dejé caer el
paquete de trakinas sobre mis pies y, luego del ruido de las galletitas con el
piso, pude ver cómo el chino me miró a los ojos. En mi recuerdo esta secuencia
se dio en cámara lenta, porque tengo grabada a la perfección la metamorfosis de
los ojos del chino, que estaban cubiertos por un flequillo grasoso y azabache y
se fueron haciendo cada vez más y más grandes. Pasaron de ser dos guiones a ser
dos pelotas de golf, pero lo peor de todo, es que seguían siendo chinos. Fue
una transformación tan caricaturesca que me impresionó, al punto tal, que
comencé a gritar y llorar como nunca lo hice en toda mi vida. Hoy, a esta edad,
puedo darme cuenta de que el terror que sentí ese mediodía en el supermercado Los Soles, fue un terror completamente
ajeno a la ficción y a los mitos urbanos. Fue mucho peor que los mutantes y
revólveres que me estaban esperando en mi adolescencia. Fue el verdadero miedo,
que se enquistó en mi cerebro para no dejarme jamás volver a pisar un
supermercado chino.
Durante
dos años tuve pesadillas repletas de artes marciales y masividades de chinos
idénticos entre sí. Los años posteriores los pude sobrellevar evadiendo la
cultura oriental, y distrayéndome con temores pop y anglosajones pero, como con
cualquier trauma, es necesario apretar un botón para que salten las térmicas.
Con
mi adhesión a las redes sociales —más precisamente, Instagram— es inevitable
encontrarse con la diversidad cultural. A estas alturas, ya sabía que existían
los chinos japoneses, los chinos tailandeses o los chinos chinos. Me vengo a
enterar ahora que el chino del supermercado era un chino coreano, los cuales se
convirtieron en mis chinos más temidos y respetados. Los que menos respeto y
más repulsión (perdón por el término horrible) me generan, son los chinos
tailandeses.
Existe
una rara porción de la Argentina que suscribe a la llamada comida “thai”, es
decir, comida tailandesa. Lo que estos pobres amantes de la gastronomía
asiática desconocen y que yo, de manera horrible, me enteré, es que vive un manjar en sus tierras que
nosotros consideramos una plaga. Me crucé por desgracia en Instagram, un video
de uno de estos chinos mojando dos ratones en una salsa roja —que no me sorprendería que sea
sangre de paloma— y llevándoselos a la boca uno atrás del otro, tragándoselos
sin mutar su expresión kawaii que al
otaku tanto le agrada. Uno puede pensar en Shrek y tomárselo con calma,
recordando cómo asaban una rata al espiedo, pero el gran problema con los
chinos ¡es que se comen los ratones vivos! El ratón entró en la boca del chino,
repleto de salsa y moviendo el cuerpo con desesperación. Las mejillas del
oriental se abultaban con cada movimiento que el ratón hacía y la cola se
perdió en sus labios como un espagueti en La Dama y el Vagabundo.
Ahora
que estoy más grande, me doy cuenta de que para combatir los miedos es
necesaria la lucha, la confrontación. No es raro que esta lucha vaya de la mano
con el compromiso social y la búsqueda de la justicia.
Sinceramente,
no entiendo cómo un organismo internacional no interviene en la reproducción
asiática de manera efectiva para terminar con semejante amenaza. Todos se
preocupan por la inseguridad, la economía, la protección ambiental y bla bla
bla… ¡Preocupensé por el incremento irrefrenable de la población china,
boludos! ¡En vez de atarse a un árbol para que no deforesten, dejen de comer
sushi! ¡Dejen de hacer yoga y de comprar budas! ¡Cortenlá con Dragon Ball! ¡Los
ojos del chino de la piña rara eran iguales a los de Broly cuando se pone
verde! ¡¿No se dan cuenta de que esas cosas pasan en serio, ingenuos?!
Si
la cultura oriental nos sigue copando como lo viene haciendo y nadie le pone un
freno, vamos a dejar de mirar con miedo a las esquinas por si dobla una moto, y
vamos a empezar a mirar temerosos las copas de los árboles, para ver si nos
esperan ninjas con sus nunchakus.
Prefiero
el frío del cañón en la frente, antes que el tajeo mortal de la mano asiática,
tan entrenada y tan veloz. No sabría cómo reaccionar a un enfrentamiento
intercontinental con uno de ellos. Yo ya sé cómo reaccionan mis ladrones
argentinos ante mi estrategia de inmovilidad pero, un rufián nipón, instruido
por samuráis y espiritualmente superior, me es completamente imprevisible.
Añoro, de verdad, mis miedos inocentes e imposibles que se solucionaban con
unas cuantas sábanas. Extraño tener que taparme en verano, con cuarenta grados
de térmica, para evitar que el hombre de la bolsa me lleve a su cueva.; pero
maldigo el día en el que conocí a la amenaza que me condicionaría por el resto
de mi vida.
De
vez en cuando, despierto tras tener pesadillas de este episodio, transpirado
hasta el culo y con palpitaciones en el cuello. Al reencontrarme con la
realidad me alegra un poco recordar que estoy encerrado en mi casa occidental, cuidándome
de una pandemia y no teniendo la obligación de pasar por la vereda de enfrente
de cada supermercado.
Sobre
el COVID-19 se está diciendo de todo: que la creó China, que la creó Estados
Unidos, que viene por el derretimiento de los hielos y mil teorías más. La más
popular y la que, por todo lo que conté, me cierra más, es que la pandemia se
originó porque un chino se comió, como los ratones a la boloñesa, una sopa de
murciélago.
Saquen sus propias conclusiones..
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