1. El Cumpleaños de Vin Diesel

 
 Esta historia es el devenir general de los acontecimientos. La famosa teoría del caos o "dinamismo caótico" del que todos somos producto, al igual que la protagonista del cuento. Si vieron Efecto Mariposa deben saber de qué estoy hablando. Un segundo en el tiempo o un milímetro de diferencia en el espacio puede cegar nuestro destino, así como también desobstruirlo y abrir cientos de miles de ventanas. 
 La idea de esto es que puedan imaginar la cadena de hechos que pueden entrelazar a Vin Diesel festejando su cumpleaños en Estados Unidos, y la vida de una chica en Remedios de Escalada.



El Cumpleaños de Vin Diesel


Las dos agujas del reloj apuntaban al número doce la medianoche del 18 de julio de 1994. La fecha en la que un coche haría volar por los aires a 85 personas en pleno barrio de Once y en la que Vin Diesel cumplía 20 años, era una recién nacida que moriría 24 horas más tarde.

A unos trece kilómetros de Once y a otros 8.534 de Vin Diesel, nacía también la pequeña Miranda, que viviría mucho más que 24 horas.

Su papá, que estaba a sólo novecientos metros del hospital en el que Miranda nacía, estaba preguntándose qué significaba la palabra “recóndito” y si podría usarla en un insulto alguna vez. Seguramente sería en una oración así: “La recóndita concha de la lora”. Pegaba bien y sonaba violento.

Agrandó la oración y la contextualizó en su cabeza: “Nos hacen un gol sobre la hora y digo: ’¡No! ¡La recóndita concha de la lora!’” Soltó una pequeña carcajada imaginando la pronunciación de la frase. Haría énfasis en los “con” manteniendo las enes un tanto suspensivas: “La ‘recónndita conncha’ de la lora”. Se preguntó por qué la humanidad argenta convirtió a la lora en el sujeto de tanto insulto. ¿Qué relación tiene la lora con la desgracia y el fracaso? ¿Qué propiedades catárticas tienen las loras y sus conchas que son involucradas en las exclamaciones de las personas desdichadas?

Luego de divagar sobre esa pregunta e irse un poco por las ramas, pensó en otro de los usos posibles para su frase y volvió a imaginarse la situación: “Estoy viendo el partido y el nueve la tira muy por encima del travesaño en un mano a mano. Grito: ‘¡No, hermano! ¡La tiraste a la recónndita conncha de la lora!’”. Sonaba válido, pero algo andaba mal… Lo dijo en voz alta «¡La tiraste a la ‘recónndita conncha’ de la lora!» Por alguna razón que no pudo descifrar rápido, veía muchas semejanzas entre el concepto de “la concha de la lora” y el de “recóndita”. Ambas tenían que ver con algo desconocido, lejano, algo que está fuera de la vista. Era redundante. Sintió que tenía que eliminar uno de los dos de la oración y terminó optando por el de “concha”, que estaba muy quemado y no era original. Además, pensó en lo lindo que sería tener un hijo, y en el juego paterno de tener que modificar un insulto para cuidar los oídos de un bebé: “La ‘recónndita’ de su madre”, era como “¡Ah la miércoles!” o “La punnta del obelisco”. Sonaba agradable e inocente.

Miró hacia el techo de su departamento y se quedó pensando veintisiete minutos en lo loco que sería ser padre, hasta que se quedó dormido en su sillón con la tele encendida. La fantasía se borró de su mente. Fantasía porque ni él ni nadie estaban enterados de que había sido padre dos minutos antes.

La madre de Miranda, borracha después del boliche, había terminado en ese mismo sillón siete meses y seis días antes, teniendo sexo con él. No sin haber intentado tomar las precauciones necesarias con un preservativo que, ni antes ni después, se supo que estaba roto justo en la punta.

Ella estaba convencida de que el padre de la niña era Fausto, su pareja desde la adolescencia, que había viajado a ver a sus abuelos en Corrientes dos semanas después de enterarse de la temprana llegada de una “hija”. Tanto Fausto como ella tenían dieciséis años en ese momento. Nunca más volvió a Buenos Aires.

Así nació Miranda, con dos padres y ninguno al mismo tiempo; con la trágica muerte de su madre tras el parto, por una sepsis materna que fue detectada dos días tarde; con una abuela que, a pesar de su apatía y desinterés, ahora debía cumplir todos los roles para el aprendizaje de una niña; y tras una estadía de 218 días en un útero hostil que la quería fuera cuanto antes.

Dieciocho años más tarde Miranda creció. Era una muchacha adulta y de buen aspecto. No tenía un cuerpo despampanante pero sus ojos y su sonrisa la convertían en una linda chica. Su cabello había fraguado entre el castaño oscuro y el morocho durante su adolescencia, y ahora se había convertido en un azabache brilloso que llevaba hasta los hombros, para tapar sus orejas puntiagudas. Su flequillo flotaba a un centímetro de sus cejas delgadas, como una cortina cara que no puede tocar el piso. Sus curvas habían asomado algo nuevo, no lo suficiente en su opinión, pero parecía que no iba a asomar mucho más por el resto de su vida; así que ya estaba, era mujer. Quizás no era la más madura ni la más talentosa; quizás no era la que más buena estaba, pero a los dieciocho años se sintió mujer al fin. Era pícara, bonita, inteligente. Su abuela, a pesar de no haberle podido enseñar a preparar un café o a hacer un mate, le enseñó cuándo convenía hablar y cuándo convenía callarse; cuándo convenía sonreír y cuando poner cara de culo; cuándo había que pedir perdón y cuándo había que dar las gracias.

Su abuela le dio la base y la calle le dio las mañas. Sus amigos del barrio le enseñaron a andar en bici, a escupir gargajos, a hacer globos con chicle, a prender cañitas voladoras, a prender cigarrillos, a fumar cigarrillos y a fumar porros.

Su segundo novio (el primero de verdad) le enseñó a tener sexo. Una noche dijo muchos “sí” queriendo decir “no”, y aprendió al mismo tiempo que la vida se trata de eso: sufrir cinco días a la semana para disfrutar dos. También aprendió ese día que el hombre puede sufrir menos y disfrutar más si tiene una mujer cerca para que padezca por él.

Una amiga del secundario, tres años más grande que ella, le enseñó a aprovechar esto último y usarlo a su favor. Le dijo que en Remedios de Escalada habían hombres algunos hasta parecían decentes que le daban plata si se encamaba con ellos. Un año después sabría que eso se llamaba prostitución y, cuatro más tarde, que ella también podía hacerlo.

La noche del martes 17 de julio de 2012, Miranda tomó su saco de lana y se despidió de su abuela de lejos, mientras abría la puerta. Se tomó el 523 y bajó en la estación de Escalada, para después integrarse en un grupo de cinco mujeres que estaban paradas a tres metros de un paredón, en frente de una plaza inmensa.

Después de dos horas ya se habían llevado a tres de las chicas. A la rubia platinada se la había llevado un petacón medio rengo, a la narigona un barbudo de, fácil, setenta años (68, en realidad), y a Cecilia, que había estado sentada en un banquito y estaba mejor vestida y arreglada que el resto, se la llevó un tipo de traje en un Mercedes blanco.

Miranda comenzó a preocuparse, quedaban ella y una mujer que aparentaba duplicarla en edad. No quería quedarse sola con el policía coimeado que miraba desde la garita: un gordo que no le dejaba de mirar las tetas. La noche estaba bien fresca. Decidió prender los tres botones superiores de su saco, para abrigarse el pecho y la garganta.

Después de veinticinco minutos, un 147 paró bien pegado al cordón de la vereda y un hombre se bajó de él. Caminó unos metros hacia ella, que lo esperaba con la sonrisa que había practicado durante toda la semana frente al espejo. Cuando llegó, Miranda quiso pronunciar una frase que había estado reproduciendo los últimos dos días, también frente al espejo, pero algo la detuvo. Miró al hombre y lo observó bien. Tenía rulos, una barba un poco descuidada, un suéter lleno de pelitos blancos que parecían de un perro, y, cuando le devolvió la sonrisa, también notó que no le faltaba ningún diente. Lo primero que su mente razonó fue: “Hasta el tipo más normal es un degenerado”, pero había algo en la mirada del hombre que no la dejaba verlo así. Se veía algo preocupado. Tanto Miranda como él eran primerizos en la materia.

Buenas noches. Soy Ricardo le dijo. El hombre parecía de unos treinta y algo.

Miranda se colgó un momento en sus ojos marrones, la luz que venía de atrás de ella le daba justo en la cara. Sintió calidez.

Soy Pamela contestó con tanta seguridad que se sorprendió.

Después de una breve charla, ambos subieron al auto y se dirigieron a la casa de Ricardo.

En el camino, Miranda se quitó el saco de lana que tenía puesto. Ricardo pudo ver bien su rostro y su cabello cayendo sobre sus hombros. Era preciosa. Sus ojos, su sonrisa, su humanidad, ¿fue amor a primera vista? Se preguntó a sí mismo si lo que estaba sucediendo era normal. Le parecía una muchacha hermosa, pero no podía sentirse atraído de una manera que no fuese propia del más puro de los amores. Se propuso dejar de pensar tonterías, así que dejó de observarla y miró hacia adelante.

Ahora vas a conocer a mi hijo dijo sonriendo, antes de darse cuenta que la idea de conocer al hijo de un cliente había puesto muy incómoda a la chica. Se corrigió A mi perro. Es como mi hijo, se llama Larry A medida que hablaba, notaba cómo la muchacha volvía a sentirse cómoda y se interesaba en lo que él decía Es chiquito, blanco y está lleno de rulitos. Larga mucho pelo, espero que no te importe comentó mostrándole el suéter repleto de pelo.

Me encantan los perros contestó con más soltura que nunca acomodándose en el respaldo del asiento. Dejó de hablar un segundo y retomó ¿Sos soltero?

Por alguna razón que ninguno entendía, ni él ni ella estaban incómodos teniendo esta conversación Estuve casado, pero hace ya dos años nos divorciamos.

¿Puedo preguntar por qué? se dio cuenta de que ese oficio nada tenía que ver con lo que le contaba su compañera de la escuela.

contestó preguntá tranquila.

Soltó una carcajada antes de preguntar ¿Por qué se separaron?

Él sin dejar de sonreír y más distendido le respondió Si te digo la verdad la dejo mal parada a ella… dejó de sonreír Bueno. No creo que te interese.

Me interesa interrumpió Miranda, mirándolo con sus grandes ojos e ignorando todo lo practicado durante la semana. Todas las frases calientes y las miradas insinuantes parecían no valer de nada en ese encuentro, así que no sintió la necesidad de usarlas.

Tosió y retomó Estaba en un lugar malo a una mala hora. Yo venía con las luces apagadas y ellos también; yo para que no me roben en ese barrio y ellos para robar. Nunca me paso semáforos en rojo, pero estaba muy apurado. Quería salir de ahí cuanto antes y, cuando termino de cruzar la senda peatonal, aparece esta camioneta a no sé qué velocidad bárbara —(iban a 180 kilómetros por hora)— y me choca de costado. Una chapa voló de una de las puertas de la camioneta y me agarró un dedo y los testículos. Dos centímetros a la derecha y me cortaba la femoral —Miranda miró la mano de Ricardo, que estaba en la palanca de cambios. Le faltaba parte del meñique Zafé porque unos vecinos de la zona me llevaron rápido al hospital.

Por el parabrisas se veía la oscuridad de la noche. El viento agitaba los árboles de un lado al otro y, de repente, Miranda se sintió más tranquila que nunca adentro del coche.

¿Y qué tiene que ver con tu mujer todo eso? preguntó sin miedo, al mismo tiempo que agarraba un maní de un paquete que Ricardo tenía encima del tablero.

Él sonrió por la confianza generada y le contó como si nada Ella siempre quiso hijos. Los dos queríamos. Después de idas y vueltas nos terminamos separando.

Se hizo un silencio en el auto, un silencio que no tenía un gramo de incomodidad. Era el asombro y el fantasma del pasado, que llenó de frío el auto. Después de unos segundos, una sonrisa mutua y cómplice sacó al frío por la ventana.

Miranda miró el reloj del auto, marcaba 00:01. Había cumplido 19 años hacía un minuto Ya es mi cumpleaños dijo, mirando a Ricardo.

¿En serio? Se sintió conmovido y movilizado Feliz cumpleaños, Pamela dijo antes de tomarla de la mano y mirarla.

Ella le devolvió el gesto y respondió Miranda es mi nombre.

No dejaban de mirarse el uno al otro, con amor y honestidad, hasta que una luz enceguecedora iluminó la cara de Miranda y dilató sus pupilas. Ricardo se volteó y vio cómo el paragolpes de un camión estuvo a punto de impactarlos, maniobrando hacia uno de los costados y dejándolo pasar de largo.

¡La ‘recónndita’ de la lora! gritó Ricardo mirando hacia adelante, con las dos manos aferradas al volante y el corazón en la boca. Miranda, que estaba igual de asustada, detuvo su respiración y miró a Ricardo. Después de un segundo comenzó a reírse sin poder parar. Intentaba imitar, a más no poder, la manera en la que él dijo la palabra “recóndita”.

Ricardo detuvo el auto. Su corazón se recompuso y su respiración también. Miró a Miranda a los ojos y vio los suyos reflejados. Dio vuelta en U la llevó a casa de su abuela, no sin antes darle toda la plata que tenía encima y su número anotado en una servilleta.

A la una de la mañana, Ricardo estaba recostado en su sillón, con el alma llena al fin, mirando el techo de su departamento. Miranda estaba durmiendo en su casa, con una sonrisa de oreja a oreja y el cajón lleno de plata, y Vin Diesel estaba soplando su trigésima octava vela de cumpleaños.

 

 

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