4. Apagón
Acá se ve que me quise hacer el hippie y metí una crítica a la sociedad de consumo. Me da un poco de vergüenza mi yo transgresor, pero no deja de ser parte de lo que pienso. Lo escribí con lo que me quedaba de batería en la computadora, una noche de verano en la que se me cortó la luz y, por ende, el ventilador. Lo redacté cagándome bien de calor.
Apagón
Anoche
tuve un sueño horrible, aterrador. Era una noche normal en casa: mamá miraba el
Bailando mientras lavaba los platos; mi viejo veía en el living la repetición
de un River Independiente que no pudo ver el día anterior; mi hermana estaba
encerrada en la pieza, escuchando al mango un tema de Ozuna y bailando frente
al espejo. Yo estaba sentado en la cama, jugando a la play, y mi abuelo, Vito,
dormía en el sillón de mi pieza. Al abuelo lo trajeron para acá hace un par de
semanas, después de que casi se muere. Le agarró un aneurisma y, cuando le
dieron el alta, mi mamá se lo trajo porque solo no iba a poder.
Cuando
me dijeron que se iba a quedar en mi pieza, la idea no me gustó nada, pero a
los tres días fuimos pegando onda. Al viejo le gusta mirarme jugar a la play;
se queda calladito cuando pongo el FIFA y puede quedarse tres horas sin pedir
nada. Mamá, en vez de mandarme a ordenar la pieza, me manda a jugar a la play
con el abuelo; yo chocho de la vida.
Y
el contexto del sueño era ese: mamá lavando, la voz de Tinelli, mi viejo
puteando, la voz del relator, mi hermana haciendo quilombo, la voz de Ozuna, el
ronquido uniforme del abuelo, la voz de
Palomo relatando el FIFA, y el ruido de ventilador. En pleno invierno, tuvimos
que poner un ventilador en mi pieza porque dice mi abuelo que sin el bochinche
del ventilador no se duerme. Lo entiendo, a mí tampoco me gusta el silencio, me
hace pensar demasiado, así que ponemos el ventilador apuntando contra la pared
para que suene.
Todo
iba bien, todos sonreíamos, hasta que de repente, ¡tium! La pantalla se apagó,
la heladera dejó de sonar, nuestras voces y las de los televisores también. Todo
se puso negro. La luz de la Capital dejó de entrar por mi ventana que estaba
abierta, y todo se oscureció en esa noche sin luna. Me paralicé y apreté el
joystick. Los labios me temblaban como si de la nada estuviera destapado.
Pasaron unos segundos y, me di cuenta en ese instante, de que no podía escuchar
el sonido de mi dentadura chocando. Dejé caer el joystick al piso de madera y tampoco
lo escuché. Empecé a hacer palmas, desesperado en busca de algún chasquido,
pero no escuchaba nada, así que empecé a gritar. Supongo que cerré los ojos
durante los gritos, pero era imposible saberlo porque estábamos bajo las
sombras.
Un
corte de luz me había dejado ciego, y también, me había vuelto completamente
sordo.
Gritaba
como un enfermo, en la nada misma. Sentía como mi garganta se deshilachaba y mi
tráquea se expandía sin éxito. Los gritos se convirtieron, de a poco, en un
llanto jadeante. Volví a abrir los ojos y vi una luz tenue que se asomaba por
la puerta. Llegué a ver cómo mi viejo se cruzó para el lado de la cocina, con
un encendedor en la mano. Ciego no estaba y al instante me enteré de que
tampoco había perdido el olfato. Un olor a pis intolerable me estaba frunciendo
la nariz.
En
la cocina, mi viejo le hacía mímica a mamá: «¡VE-LA!», le marcaba bien la
mordedura del labio al principio y la puntita de la lengua contra el paladar en
la “L”. Mi mamá estaba arrodillada, con la cara en llanto y el maquillaje
corrido. Inclinó la cabeza a un costado y empezó a pegarse muy fuerte con la
palma de la mano en la sien, como si se quisiera sacar agua estancada de la
oreja. Mi viejo le seguía haciendo mímica, en ese silencio atroz, alumbrándose
con un fuego que estaba a punto de extinguirse, pero mamá no le daba bola. Se seguía
pegando en la cabeza. Pensé que a mi viejo le iban a saltar los ojos para
afuera, los tenía llenos de sangre; como el resto de su cabeza, que estaba roja
y llena de venitas a punto de explotar. Ante la negativa mi viejo la empujó
para un costado y abrió el segundo cajón, para sacar un paquete de seis velas,
ahí todo se apagó otra vez.
Me
acerqué como pude, sin dejar de gritar (o de intentarlo), hasta el marco de mi
puerta. Al olor a pis se lo comió uno nuevo: un hedor a diarrea cloacal que se
metió por mi nariz y boca en un mismo suspiro, me hizo pestañear con fuerza y
se me aguaron los ojos. Cuando los abrí, hubo dos chispazos y otra vez el
encendedor; mi papá empezó a prender las velas y a ponerlas en platitos,
iluminando casi por completo la cocina. Yo ya no me daba cuenta si seguía
gritando o no; sabía que veía… y que olía… ¡Puta que olía! Mi viejo agarró una
vela en cada mano, encaró para el living (que une a todas las habitaciones de
la casa) y se frenó en seco cuando pasó la puerta. Mi hermana, que ahora podía
ver, estaba en pijama, con las manos hacia arriba y los codos colgando como si
fuera una marioneta, repleta de tajaduras y de sangre. El pijama había pasado
de azul a un granate vibrante; su cara estaba repleta de vidrios astillados; un ojo lo llevaba cerrado, porque un cacho de
espejo de dos centímetros le atravesó el párpado. Lo miré a mi viejo y abrió la
boca, como para gritar. Del cuello le sobresalían los tendones y el quistecito
de grasa se le había hinchado. Mi mamá, que seguía en la cocina, se había puesto
de pie y empezado a pegar en la sien con puño cerrado. Se pegaba rápido y
parejo, como con un martillo. Tenía una ceja inflamada y la nariz chorreando
sangre, porque se ve que le erró un par de veces. En ese momento los oídos
empezaron a dolerme. Era un dolor agudo, como si dos alfileres me estuviesen
entrando de a poquito en los tímpanos. Vi que mi mamá empezó a gritar igual que
mi viejo, tomó el florero que estaba en el centro de la mesa y se lo rompió en
el mismo lugar en el que se estaba golpeando con la mano. Se cayó al piso, un
poco desvanecida pero consciente, y empezó a arrastrarse hacia el living.
Mi
hermana bañada en sangre nos miraba, onda Carrie, pero no abría la boca. A mi
viejo, que seguía doblado, gritando hacia su hija, se le salieron disparadas de
la boca las amígdalas, que cayeron en el medio de la alfombra. Quedamos los
cuatro en el living, como puntos cardenales y las amígdalas en el medio. O a
intentarlo. Mi viejo se agarró de la garganta y se puso más rojo; mamá le
pegaba al piso y lloraba. Mi hermana ahí empezó a hacer puchero, con su único
ojo clavado en las amígdalas.
Empecé
a sentir una presión sofocante en el pecho, como si mi tórax estuviese acostado
entre el piso y una presa hidráulica. El silencio me perforaba los tímpanos,
tanto a mí como a mi viejo, que le goteaba sangre de las orejas. El tufo de pis
y caca ahora se había mezclado con otro olor más ácido, así que levanté una
vela del piso y me metí en mi pieza, con la cara llena de mocos. Iluminé al
sillón, y el abuelo Vito estaba con medio cuerpo en el piso, alrededor de un
rastro de diarrea pulposa, mezclada con orina y vómitos. El abuelo se nos
moría, no tenía el ventilador. Salí corriendo como pude de la pieza y los miré
a todos, que por primera vez me miraron al mismo tiempo. Más claro imposible,
les grité con gesticulación exagerada, para que lean mis labios: «¡¡¡EL
A-BUE-LOOO!!!», y todos dejaron el lamento a un costado y corriendo detrás de
mí hacia mi pieza.
El
abuelo vomitaba verde encima de su remera de la CGT, y estaba pálido como la
nieve. Mamá se le tiró al lado y lo abrazó, llorando desconsolada, en sus
labios se leía «¡Papá… papá..!» sin importarle toda la mierda que tenía encima
y alrededor. Mi viejo la secundó, también, entre lágrimas y pis, abalanzándose
a su suegro. El pecho de mi abuelo empezó a latir con más irregularidad, como a
destiempo, y ellos lo abrazaron más fuerte. Yo empecé a llorar como loco, lo
había perdido. Mi hermana me abrazó de atrás y me apoyó la cara en el hombro,
clavándose más al fondo el pedazo de espejo que tenía atorado en el ojo. Sentí
las lágrimas de sangre caliente recorriéndome la espalda.
Cuando
el corazón de mi abuelo dejó de latir, mis viejos lo abrazaban y besaban, como
si ya nada importara. Como si hubiesen entendido rápido que todo, pero todo, se
había perdido con una velocidad aterradora. Fue un segundo nada más, en el que
el ventilador dejó de sonar y firmó la muerte de mi abuelo.
Mi
hermana y yo nos arrodillamos en la caca y abrazamos a nuestros padres,
sabiendo que era lo único que nos quedaba. Por las vibraciones de los cuerpos,
pude darme cuenta de que mamá empezó a gritar, de que mi hermana la siguió y mi
viejo se sumó último. Los miré, iluminado por el fuego que venía del living, (una
de las velas que tenía mi papá se cayó a la alfombra cuando salió corriendo, y
el incendio ya llegaba al techo). Los miré gritar al cielorraso y grité con
ellos. Grité con toda la fuerza de mi garganta y mi pecho, para terminar de
desgarrar mis órganos internos… para terminar con todo esto…
Todos
gritamos hasta que, de pronto, como por una explosión diminuta, pudimos
escuchar nuestros gritos. Todos excepto los de mi viejo, que había perdido las
cuerdas vocales hacía un rato. Escuchamos el sonido de la heladera y las teles
prendiéndose. Nuestros pulmones se resetearon y comenzaron a funcionar bien.
Sonreímos y, sin decirnos nada, nos sentamos en el sillón, encima de mi abuelo
muerto. Mi viejo, que tiene el culo gordo, se sentó en la otra punta, encima de
todo el enchastre; mi hermana en el piso, al lado del finadito, y yo creo que
encima de su cara.
—Qué
tetas que tiene la Marengo… mamita querida —dije.
—¡Federico!
—gritó mi hermana, —¡Ma! ¡Decile algo!
Me
reí y ahí fue cuando me desperté hoy a la mañana. Todo transpirado y con
taquicardia.
Me
levanté rápido y fui corriendo al sillón, asustadísimo. Busqué con la mirada y
no lo encontraba, así que me acerqué rápido a la tele. La miré con ojos
veloces, apreté el botón y, después de medio segundo de suspenso infinito, se
prendió.
Qué
alivio, por favor… Me volvió el alma al cuerpo.
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