3. Match-Point

 Me llama muchísimo la atención la obsesión que tenemos los varones con la masculinidad cuando somos chicos (y durante toda nuestra vida, en menor o mayor medida), y los parámetros que usamos para medirla con la del resto. Mediante el físico o el lenguaje, estamos en una constante competencia de inseguridad para dejar bien en claro, para el mundo y para nosotros mismos, que somos fuertes, que tenemos confianza o que tenemos la pija grande. Esto lo escribí, supongo, cuando me di cuenta de que la verdad se cae de madura y que la cinta métrica, en realidad, no es tan necesaria.


Match-Point


Terminábamos la primaria allá por el 2010, y con mi curso nos fuimos a un polideportivo de Glew para pasar la noche en carpa. Fuimos sesenta chicos entre los dos cursos, la madre de Nicole Rémolo, la de un nene del otro grado y una pareja de profesores de educación física, hombre y mujer, para coordinarnos a nosotros en los juegos y el cronograma de actividades.

En el micro viajé con Javi Lagos, mi mejor amigo, y arreglamos con Gonza y Tincho para compartir la carpa a la noche. Adelante, las nenas organizaban lo mismo, y, más adelante todavía, estaba sentadito Lautaro Gosselin, un nene petizo de rulos que había llegado de Olavarría en junio y tuvo que incorporarse a mitad de año. Era un nene extremadamente tímido y me preocupé un poco por verlo tan lejos. Los nenes estábamos en el fondo y él no había podido juntarse con ninguno para arreglar lo de la carpa. Nosotros éramos cuatro, así que ya estábamos. De todo el grupo de nenes habían quedado solos Galo Benítez y el Gordo Rulli. El Gordo nos estaba puteando a todos por lo bajo, con la cabeza apoyada en la ventanilla y cara de culo. Galo le pegaba en el brazo a Gonza, que se había venido con nosotros y lo dejó en banda. Iban a quedar ellos dos con el nuevo.

Ya en el campamento nos pusimos a armar la carpa, para tenerla lista después de las actividades y meternos de una. Tincho estaba persiguiendo a Javier con una estaca, gritándole vampiro, y Gerardo “el Lobo” Guzmán, nuestro profesor, le estaba pidiendo que se deje de hinchar las pelotas, cuando fuimos sorprendidos por un grito agudísimo. Todos dejamos lo que estábamos haciendo y miramos para los baños. Vimos salir, con la cara completamente bordó, a Lucía López con paso rápido y los ojos como dos platos. Atrás de ella, cabizbajo y encogido entre los hombros, Lautaro Gosselin se cruzó de baño a baño, con más vergüenza que un corrupto entrando en un patrullero a la luz de los flashes. Un estallido unísono de carcajadas inundó el parque; tanto nosotros como los profes se morían de la risa. Yo tampoco pude evitarla y exploté igual que mis compañeros. Todos sabíamos que, si era por Gosselin, se hubiese quedado ahí hasta que nos hubiésemos vuelto a Lanús al otro día, pero uno de los profesores tuvo que ir a buscarlo a la media hora porque había que empezar con el primer juego: el fútbol-tenis.

Éramos treinta y un varones, y nos obligaban a jugar a todos. Dividieron a los equipos por carpas y nosotros, la carpa tres, quedamos afuera en primera ronda. Había estado bastante peleado, pero nos tocó justo con los cuatro facheritos futbolistas del curso: Krause, Suárez, Del Forno y el hijo de mil putas de Franco Schiavone. Era un rubio que jugaba de ocho en la escuelita de Arsenal de Sarandí, y era fanático de Cristiano Ronaldo. Tan pedante como cheto —tenía padre abogado y su mamá depilaba la mitad de las mujeres de Lanús—, se la pasaba molestándonos a los que no teníamos celular, a los que tenían una sola muda de uniforme y llegaban al viernes con la remera sucia, o a los que todavía no nos animábamos a cortarnos el flequillo.

Cuestión que el partido se alargó y nos terminaron ganando por la diferencia de dos: perdimos 17 a 15, así que tuvimos que ver el resto del torneo sentados en el tronco. Todos menos Javi, porque cuando llamaron a la carpa siete, contra la ocho, se abalanzó para jugar para el equipo de Galo, el Gordo y Gosselin, que les faltaba uno.

La realidad es que ninguno de los presentes daba ni dos mangos por la carpa ocho, sobretodo porque Gosselin seguía color cereza y mirando al pasto cuando se metió en la canchita de fútbol-tenis —estaba marcada por cuatro remeras hechas bollo y partida por un cordón atado a dos árboles—. Unos diez metros más allá, estaban las nenas en la cancha de vóley, hablando en grupitos y riéndose, mirando de reojo al pobre pibe de Olavarría que Lucía había enganchado meando en el baño de mujeres.

De cualquier manera nos sorprendimos, pasaron de ronda sin problema. No por ser mejores que los rivales, sino que tenían una táctica infalible: Javi y Galo, que eran flacos y ágiles, recibían y se acercaban rápido a la red para rematar; iban intercalando. El Gordo, que era malo para el fútbol pero bueno para hacer jueguitos, esperaba el primer pase pegado a la red para pararla de pecho y dejar la pelota volando a media altura. La regla era que tenían que haber tres toques, ni más ni menos, así que dejaban a Gosselin, que nunca en su vida había pateado una pelota, mirando el partido durito en una esquina y con los brazos estáticos a los lados de la cintura. Los saques eran rotativos, así que sabían que cada cuatro servicios uno iba afuera: el de Lautaro. El Gordo, que era bien llorón e hincha de Estudiantes, festejaba como propia cada pelota dudosa y puteaba a los gritos cada cagada o mal saque que se mandaba Gosselin.

Así, y con un poco de suerte, pasaron cuartos y después las semis, con un cabezazo de pique al suelo de Galo, y el equipo de la carpa ocho se abrazó entre vítores, alentados por todos nosotros. Ya los habíamos elegido de favoritos, porque se iban a cruzar con los de la carpa cuatro, que estaban sentados un poco más apartados del resto, jugando un quenocaiga con una pelotita que Franco Schiavone se trajo en el bolso. Cuando se cansaban se asomaban a la cancha de vóley a tirarle chistes a las nenas, pero no lograban ruborizarlas, porque estaban en la suya mirando a Gosselin que, a su vez, estaba mirando perdidamente al bosque que bordeaba el polideportivo. Cuando pasaron a la final, El Gordo, Galo y Javi se abrazaron, pero Lautaro pegó media vuelta y se sentó alejado de todo. Me acuerdo del brillo de su pupila; miraba el ocaso como si fuera el ocaso de su propia vida. Me puse en sus zapatos y no me costó sentir la piel de gallina y la vergüenza infinita a la que se estaba enfrentando ese día. Difícilmente había cruzado palabra con alguien del curso, más que para pedir una pinturita o preguntar la hora. Ahora, que la nena más linda de 6ºA le había visto el culito blanco, se había caído todo el esfuerzo animal que había hecho por pasar invisible esos cuatro meses de cursada.

El Lobo sacó de su mochila una bolsa enorme llena de caramelos, chocolates y chupetines, y la apoyó contra uno de los árboles. «Acá está el premio muchachos. El equipo que gane se lo lleva a la carpa» dijo, y los ocho nenes se ubicaron en su respectiva mitad.

La final estaba picada antes de arrancar, con Krause y Javier pecheándose —red de por medio— y el Gordo poniendo cara de malo en el fondo. Para colmo, se pegó a la espalda de Gosselin y le susurró «Si nos hacés perder, te juro por mi abuela que te parto como un hisopo. Por mi abuela te lo juro» y lo hizo tragar saliva, pero no perder la tranquilidad. Me di cuenta porque no tembló, como temblaría cualquier nene de treinta y seis kilos contra el Gordo Rulli, que tenía de diámetro de cintura, más o menos, lo que Gosselin de altura. El pibe no desvió la mirada, supongo que no le desagradó demasiado la idea de morir en ese momento.

Entonces el Lobo pitó el arranque, y los Backstreet Boys les sacaron ventaja rápido. El mecanismo de la carpa ocho era eficaz, pero no infalible; los rivales estaban en muy buen estado físico y, trascartón, se la pasaban charlándoles. Eran muy verdugos y sus insultos eran tan básicos como hirientes: a Galo lo cargaban por negro o indio, a Gosselin por enano y al Gordo por gordo. Los insultos barrabravas de Rulli no se imponían frente a la picardía burlona de ellos cuatro, que encima, estaban en cuero. Las desproporciones estéticas del asunto hacían ver a la carpa cuatro como profesionales, y eso se sentía en lo futbolístico. Cuando el marcador estaba 10 a 3 —a favor de Cristiano y compañía— Schiavone soltó una que nadie se esperaba, pero que yo solo, de los que estábamos afuera, entendí: «¡Le quedaron lindos los papitos a tu vieja, Lagos!» gritó el forro. El grito fue para Javier, que estaba de espaldas caminando con la redonda en las manos para hacer el saque, y se quedó petrificado en el lugar. Yo solo entendí por qué los ojos se le abrieron y se clavaron en la nada, con un suspiro de nariz desgarrador, lleno de sorpresa y enajenación.

Javier me había contado, hacía un tiempo, que su mamá había ido a depilarse a lo de la madre de Schiavone, como cualquier madre de Lanús Oeste. El asunto fue que, cuando volvió, le contó a Javi que no iba a ir más, porque “¡El pendejo de mierda de tu compañero me estaba espiando! La pelotuda de Estela dejó la puerta entornada y, cuando levanté la cabeza para ver cómo me estaba dejando, le vi los ojos y el jopito atrás de la puerta”, le dijo la madre. Desde ese día Javier le tiene un odio y un respeto absoluto a Franco Schiavone; el tema nunca había salido a la luz. Se ve que a Schiavone tampoco le daba mucho orgullo y se la guardó bien guardada, pero se la sacó de la manga entre tanto descanso y humillación para colmar el vaso.

Algunos se rieron un poco, como una cargada normal, pero nadie entendía lo que en verdad estaba pasando. Yo me agarré del pecho, como si me hubiese dolido a mí, y seguí mirando la reacción de Javi. Apretó la pelota con las dos manos y dijo en voz alta, para su equipo: «Vamos a hacerlos mierda por chetos, putos y cagones». Al gordo se le dibujó una sonrisa en la cara pero con el ceño aún fruncido; Galo dio un aplauso pegando un saltito y se puso contra la red; Gosselin levantó la frente un poquito, pero seguía con la mirada perdida; y Javier hizo el saque.

A partir de ahí el partido se transformó en un espectáculo, porque era tanta la bronca que los poderes primermundistas y bellos de la carpa cuatro se vieron disminuidos notablemente. La táctica de la ocho se reforzó de resentimiento e ira, y llevaron el marcador a 11 a 11.

A todo esto, ya se estaba haciendo de noche, y el torneo se había alargado mucho más de lo esperado. El Lobo estaba preocupado porque nos teníamos que duchar, y las nenas ya estaban todas bañadas para entrar a la carpa. Había que hacer el fogón y un par de boludeces más, así que apuraba a los chicos porque ya estábamos muy sobre la hora.

Era con diferencia de dos y el saque lo tenían los otros (ya todos hinchábamos por la carpa ocho), pero se lo quebraron con una patada descendente de Javier y quedaron a un punto de ganar. Siempre la practicaba porque Walter Queijeiro la hacía en Fútbol Para Todos.

Ahora el saque lo teníamos nosotros, la ocho, pero no habían esperanzas: le tocaba a Gosselin. Casi todos los saques hasta el momento los había tirado afuera o habían pegado en la red, un servicio suyo era siempre un tanto para el rival. Javier se le acercó y le dijo bajito: «Dale Gosselin. La concha de tu madre, dale…». El Lobo ya estaba levantando campamento y diciéndonos al resto que vayamos yendo para los vestuarios, pero nadie se movía.

El Gordo llamó al equipo al medio y les dijo algo que no llegué a escuchar, pero que Javier me contó más tarde: «Nos pidió que hagamos una bilardeada tremenda —me contaba— nos dijo que una vez, el Estudiantes de Bilardo tenía que definir una copa internacional con el Valencia con un cara o seca, y que para ganar se pusieron a festejar como enfermos sin mirar de qué lado había caído la moneda. Le dijo a Gosselin que la trate de tirar bien al fondo, cosa que la dejen pasar, haya entrado o no, y que nos abracemos y festejemos como locos. Que nos abalancemos a la bolsa de golosinas y que el partido era nuestro».

Dicho y hecho, Gosselin sacó, ahora sí con un poco de presión, y la tiró como medio metro afuera de la “línea” —que estaba marcada, repito, por dos remeras hechas bollo— y los otros tres estallaron de falsa alegría. Nosotros también lo hicimos, nos comimos la mentira, pero los muñecos de torta no. Mientras el Gordo abrazaba casi llorando la bolsa de golosinas y Galo y Javi levantaban a Gosselin —que seguía inmutable— como a un campeón, Del Forno y Schiavone pecheaban al Lobo diciéndole que la pelota fue afuera, alevosamente afuera: «¡Fue un out más grande que una casa!» le decía Del Forno.

El profe, que tenía unas ganas tremendas de mandarnos a los baños para no tener problemas con los padres y su compañera, pero que se había avivado de la jugada, le dijo al Gordo que suelte la bolsa y que nos dejemos de joder. Que no había valido el tanto y que había que repetirlo, porque era mala uno. Pero una vez bañados, porque más tarde cortaban el agua de las duchas y nos íbamos a ir a dormir todos chivados —era mentira, seguro—. Había que suspender el partido y jugar el último punto quince minutos después.

El Gordo lagrimeó un poco de la bronca pero accedió, y el resto del equipo lo segundeó. Los murmullos y la expectativa entre todos aumentaban a medida que nos acercábamos al vestuario. Cuando pasamos por la zona de las carpas, donde ya estaban comiendo galletitas las nenas, seguían diciéndose cosas al oído y riéndose por lo bajo, relojeando a Gosselin, que se volvió a poner colorado y no despegaba la mirada del piso. «La tiraste a la mierda, Gosselin. Putaparió…» decía el Gordo mirando para adelante y dando pisotones.

Una vez adentro, el Lobo nos dijo que dejemos la ropa en los casilleros y que nos metamos en las duchas. La claridad de las paredes y las luces nos encegueció en la amplitud del vestuario. Las duchas estaban enfrentadas entre sí y, Javier y yo, arreglamos que nos íbamos a duchar en bóxer. De repente, Schiavone pasó por atrás nuestro salticando, desnudo y con el pitito pendulándole de pierna a pierna. No tenía ni un pelo y a algunos nos causó gracia lo ridículo que se veía y lo altanero que se comportaba. Nos miró, a Javi y a mí, y nos dijo que le saquemos una foto por si queríamos mirarlo un rato más. Era uno de esos pibes que la madre amamantó hasta los cinco años. Él tenía el ego por las nubes y estaba contento de que se enfríe el partido, Javier tenía unas ganas tremendas de romperle la boca, pero no quería perderse el honor de humillarlo en la cancha y ganarse la bolsa de golosinas. Iban perdiendo por siete y pegaron una remontada inédita.

Cuando ya nos estábamos bañando, entró último Gosselin. Estaba en slip y a todos nos llamó la atención su contextura súper escuálida y el color de su piel, que era más pálido que los azulejos del vestuario. Los rulos casi le tapaban los ojos, pero se veía serio. Estaba esperando alguna cargada por parte del cuarteto de forros, que se estaban bañando juntitos y en pelotas y pararon, cuando vieron a Gosselin, de decirle “¡Judío!” y “¡Sacate a tu abuelo de las bolas!” a Manuel Jacob, que no tenía prepucio.

Krause, Suárez y del Forno se reían, mientras el pelotudo líder gritaba: «¡Ahí lo tenés al pelotudo! ¿¡Estás jugando en chancletas, Gosselin, que no podés hacer un saque!? ¡Te confundiste de baño me parece, te tenés que volver a…!» y los insultos se detuvieron de repente.

Gosselin se bajó el calzoncillo en frente de todos, con mirada implacable. De su entrepierna se desprendió una especie de serpiente ancha y larga, que quedó colgando a la altura de las rodillas  —o al menos así lo recuerdo, tanto yo como todos los presentes— y todo se silenció. No voló ni una mosca en la blancura del baño. Era como una especie de elefante con rulitos, de trompa desproporcionada y terminada en un corto guión vertical. Las sonrisa de Schiavone descendió con la misma velocidad en la que se desenvolvió la extremidad de Gosselin, que caminó flamante y frío por el medio de todo el vestuario y se bañó solo en la última ducha. Nos secamos, nos cambiamos y nos fuimos afuera, de a poco y en silencio.

Los equipos se ubicaron en la canchita y el resto nos sentamos sin decir media palabra. Vimos cómo salió del baño y caminó sereno Gosselin, hasta llegar a la cancha y tomar la pelota con ambas manos. Lobo le dijo «Dale, Gosselin. Que se nos hizo de noche ya» y Gosselin lo miró tajante, fusilándolo con los ojos. El Lobo tragó saliva y susurró «perdón…» e hizo sonar el silbato. El chico —o el monstruo— sacó y los contrarios miraron la pelota picar en su cancha e irse de su alcance, sin ejercer defensa. Gosselin tomó la bolsa de caramelos y ni Galo, ni Javier ni el Gordo le pidieron uno. Se fue a su carpa y la cerró de adentro.

Esa noche, cuando todo dormía y yo trataba de que se me pare para medírmela con los dedos, escuché unas risas femeninas que venían del exterior. Abrí apenas el cierre de la carpa y vi, no sé si a Lucía López o a Catalina Madariaga, llamar con la mano a Lautaro Gosselin, que caminaba en la noche, abrazando la bolsa repleta de golosinas, hacia la carpa de las nenas.

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