9. Jonrón

 

El protagonista de este cuento es un pelotudo, y seguramente yo también lo sea, o al menos lo suficientemente estúpido como para creer que el béisbol es un deporte de mierda. No le encuentro el atractivo en lo absoluto y cada detalle que voy aprendiendo lo hace todavía más patético. Lo escribí después de ver una nota a la Selección Argentina de Béisbol en ESPN, y me pareció más divertido que otra cosa. Si alguien está en este blog, le pido que vaya a leer algún otro de mis cuentos, porque este no me gusta mucho pero un amigo me pidió que lo suba.

Para mí es medio una poronga.


Jonrón

 

 

Yo no soy mal tipo, pero tampoco soy boludo, vieron cómo es. Supongo que tiene más que ver con una cuestión de tradición, de familia o de barrio. Lo que pasó fue que, la semana pasada, estaba en medio de un quilombo grande como una casa. Con el culo en la mano, como quién dice, y me tuve que tomar un taxi medio de raje para que no me arranquen la cabeza después del escolazo. No tenía ni cinco guitas, pero igual agarré lo primero que vi y me subí, después me la iba a arreglar.

—Para Once, por favor —le dije al tipo, medio asustado, cabeceando para los costados.

—Para Once será, nomás —y me sonrió por el espejito —¿Vas a laburar?

Era macanudo el tachero —Sí, señor —le falseé —Estoy llegando medio tarde, ¿sabés?

Apenas le dije metió tercera y aceleró nomás, me tocó uno piola.

Yo me rascaba la pera y miraba por las ventanillas de los costados por si veía el 405 del Turco, que fija me había salido a cazar por el centro. Lo único que quería era llegar a Once, bajarme y salir arando sin garparle al pobre tachero, para meterme en un tren y mandarle hasta Moreno. Ahí iba a poder respirar tranquilo.

Estaba sonando un tema de los Redondos en la radio, el de la cara le desfiguró, pero el sota lo cambió. Ahí se me fue culpa de no tener para pagarle. Dejó una AM que sonaba como el orto; era un partido de algo pero relatado con palabras raras. Miércoles a las tres de la tarde, no había fútbol, así que le pregunté qué era lo que estábamos escuchando.

—Daom versus Júpiter, maestro —me contestó lo más normal.

Lo primero que pensé fue que me estaba bolaceando. ¿Daom? ¿Júpiter? ¿Versus? ¿De qué joraca me estaba hablando? Se me vino a la cabeza una guerra tipo la de las galaxias.

—¿Júpiter qué? —le pregunté de vuelta.

Le vi la sonrisita por el espejito, mientras masticaba un chicle —Júpiter contra Daom, señor. Un match por la liga de baseball.

Ah, qué hijo de mil putas, pensé. El tipo me sacó un tema del Indio y puso un partido de béisbol.

—¿Así que te gusta el béisbol? —medio que me tragaba la risa, trataba de ser educado porque parecía buen tipo. Se ve que medio boludo, pero buen tipo —No sabía que en Argentina se jugaba al béisbol.

El tachero seguía sonriendo. Me ponía nervioso porque parecía que se me hacía el canchero —No es muy popular, la verdad. Pero sí, en Argentina se juega al baseball también —y tiró una carcajada.

—Pensé que se jugaba en el Caribe. Si me habré cruzado con venezolanos que se tienen que conformar con jugar a las cartas acá, porque al béisbol no le pasamos cabida —y ahí dejó de sonreír.

—Son pocos los clubes federados. Ferro es uno, seguro que ese lo conocés… —me dijo, para mí, sobrandomé.

Me hizo calentar un toque. Obvio que conocía a Ferro, pero conocía al Ferro de Griguol, no el de los sotas esos que le pegan a la pelota con un palo. ¿Ferro jugaba a eso también? Tantos años en la B le vinieron para la mierda.

—Sí, máster, conozco Ferro. Pero conozco al Ferro que salió campeón en el ochentaidós, no el de béisbol.

—¿Jugaste al baseball alguna vez? —me preguntó ahora sí mirandomé por el espejito, con cara de maldito.

Dios mío, cómo voy a jugar al béisbol yo. Mamita querida…

Me sonreía y masticaba chicle, como si estuviera en su casa el loco. Para no achicarme le devolví la sonrisita —Yo juego al fútbol, máster. Soy bien de acá yo…

—Deporte interesante —y clavó la vista en la avenida.

—¿Cómo?

—Digo, el fútbol. Deporte interesante… —me seguía sobrando. Ya me estaba haciendo calentar groso.

—Sí, no sé si interesante. Es el único deporte. Es lo que jugás de pibe con tus amigos —así de corta se la hice.

El tachero achinó los ojitos y me mostró la trompa por el espejo, inclinando la cabeza como diciendo “Y… más o menos es el deporte” —Es un deporte interesante porque no es nada más el juego, hay que saber actuar también…

—¿Qué decís, pa? —ya no lo miraba por el espejito. Lo empecé a mirar directo al cuello.

—No, digo nomás. De los noventa minutos ¿cuánto se juega al fútbol y cuánto se actúa? ¿Cuánto se simula? ¿Cuánto se habla? ¿Cuánto se frena? ¿Cuánto se juega, maestro? Y ni hablar de todo lo que pasa por izquierda… Es un deporte para vivos…

—Es un deporte para gente inteligente, máster —le interrumpí. —Es lo que lo hace tan lindo. Es un deporte de picardía además del juego.

—Entonces me lo estás admitiendo —me reviró.

Yo me despegué del respaldo —¿Qué cosa? No se actúa el fútbol, es como la vida misma, es como este país. Acá el que no llora no mama y el que no afana es un gil.

—Es una linda manera de verlo —me dijo y escupió el chicle por la ventanilla. Pero ahí me di cuenta de que un chicle no era. De la boca le salió un gargajo negro, grande y pastoso —Disculpá, maestro. Estoy mascando tabaco, ¿querés un poco?

De una latita, como de un pastillero, sacó un montoncito de tabaco y me lo ofreció.

—Gracias, máster, pero no sé qué carajo es eso. Perdoná —ya me caía para el culo el tachero, así que bajé la ventanilla y me prendí un pucho.

El tipo se encogió entre los hombros y volvió a abrir la boca —No pasa nada, no es para cualquiera el baseball.

Me quería dar cátedra a mí, en mi casa. Este loco de mierda que manejaba un taxi me quería enseñar justo a mí. Decir que estaba medio jugado, sino me bajaba y le rayaba todo el taxi, pero tenía que llegar rápido a Once para tomarme el palo.

Mientras nos alejábamos de Microcentro me iba relajando de a poco, y empecé a darle pelota a lo que decía el de la radio. La verdad es que no entendía nada, pero me guiaba más o menos por las expresiones del tachero, que lo miraba de refilón por el espejito.

El personaje se agarraba de la frente cada tanto, y tiraba un «¿Qué hiciste, nene?» o un «¡Vamos carajo!» y le pegaba golpecitos al volante.

A mí me daba bronca que se haga el emoción con el béisbol. La charla de antes me había dejado medio manija de cagarlo a puteadas, así que tuve que hablar:

—¿Cómo te puede poner nervioso un partido de béisbol, máster?

El tipo masticaba rapidito el tabaco, estaba nervioso posta —Es la pasión, maestro. Es la pasión.

—Pasión es cagarse a patadas en un clásico, es amar la camiseta. Pasión es tatuarte el escudo y alentar en la tribuna abajo de la lluvia. Eso es pasión —le dije, queriendo ponerle punto final a las boludeces que me decía.

—¡Vamos, Daom, nomás! —gritó y apagó la radio. Se ve que el planeta ese le había ganado a Júpiter. Me volvió a sonreír por el espejo —Al béisbol no se juega con lluvia, pero es una pasión que un tipo como vos no va a entender…

—Un tipo como yo… —me tragué la puteada, la concha de la lora. Tenía que llegar a Once —El último mundial, en 2006, ¿qué hiciste cuando quedamos afuera? ¿No lloraste?

—No lo vi el partido. Estaba entrenando con los Gauchos, la selección —me dijo el tipo, que ya me parecía un loco de la guerra.

Abrí los ojos bien y lo miré de arriba abajo. Tenía, fácil, diez años más que yo y una panza para tres tipos.

—¿Vos me estás diciendo que jugás en la selección de béisbol? —le dije a punto de la risa —¿Y manejás un taxi?

—Sí, señor… —me dijo sonriendo, re orgulloso de su vida de mierda.

Yo no pude aguantar y exploté de la risa. Nos frenamos en un semáforo y entre mis carcajadas le decía «Qué honor, por favor» y «Me está llevando el Riquelme del béisbol en un taxi». Me cagaba de risa.

El tipo me seguía sonriendo, como si ya se hubiera esperado que me fuera a estallar en cualquier momento. Se hacía el canchero, y eso me causaba más gracia todavía. No me pude parar de reír hasta que, en ese semáforo, se frenó al lado nuestro el 405 del Turco Plem.

Del cagazo que me pegué salté del asiento, y me bajé por la puerta del otro lado. El tachero beisbolista me gritaba desde adentro, pero del 405 se bajaron tres monos y no me llegué a borrar. Me cazaron de los brazos y el Turco apareció último, pegándome un sopapo de entrada.

—De ésta no te salva ni Dios, culorroto —y peló la navaja.

  Yo estaba moqueando como un maricón. No me acuerdo qué mierda estaba diciendo yo, pero me parece que estaba rezando. De lo que sí me acuerdo es de ver al tachero bajarse del taxi y alzar el trabavolante con las dos manos. Se arremangó y en el antebrazo le llegué a ver un tatuaje de un escudo parecido al del Albo, pero con los colores yanquis. Levantó el trabavolante atrás de su hombro derecho, y le reventó la cabeza al Turco de un trabavolantazo magistral. Me acuerdo de la mirada del loco, estaba loco en serio, tenía los ojos abiertos como dos huevos fritos. Le rompió la cabeza nomás. Los otros dos se subieron al 405 del susto y se fueron a la mierda. Lo dejaron morir al Turco.

El tachero está en cana ahora, le dieron diez años. Me enteré porque todos los domingos me compro una revista de béisbol nacional que se llama “Swing”; me costó un huevo encontrarla. Mañana a las cuatro juega Ferro contra Júpiter y voy a la cancha.

Espero que no llueva.

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